“El general John Webster guardó silencio sin dejar de observar la línea divisoria a través del visor infrarrojo. A lo lejos podían distinguirse cientos de hogueras que iluminaban una negra y húmeda noche. Tras los límites fronterizos, el sector mejicano era una interminable ascua de luz que se extendía de izquierda a derecha hasta el infinito. Miles de personas aguardaban las primeras luces del alba para lanzarse al asalto del puesto fronterizo norteamericano.”
LA INVASIÓN
CRÓNICA DE UN FUTURO INMEDIATO
Capítulo V
El general de cuatro estrellas John Webster no lo veía del todo claro a través de los prismáticos de campaña. Hijo, nieto y bisnieto de militares, formado en West Point y número uno de su promoción, se dijo a sí mismo que pasaría a la Historia como el militar que ordenó la primera masacre de civiles en la frontera de su país con Méjico.
Los conflictos bélicos in situ y en vivo se habían puesto de moda en 1991 cuando la guerra relámpago del Golfo Pérsico y posteriormente con la invasión de Afganistán en el año 2001, y por ello el general Webster sabía de sobra que iba a ser el primer actor del drama que se avecinaba en aquellos momentos.
Recuerdo que una noche me llamó aparte y me pidió que diera las oportunas órdenes para que nos llevaran al remolque que hacía las veces de sala de Prensa y cuartel general en la zona fronteriza, café, cigarrillos y un par de botellas de tequila. Necesitaba continuar bebiendo antes de acatar la orden de abrir fuego a discreción en la mañana siguiente, según decisión presidencial de última hora.
Desde una de las ventanas del remolque militar, Webster observaba atentamente la línea fronteriza a través de un visor infrarrojo. Su rostro estaba desencajado. Hacía veinticuatro horas que no probaba bocado, alimentándose exclusivamente con cigarrillos y alcohol.
Aquella noche el general John Webster limpió y engrasó muy a conciencia – demasiado quizá – su pistola reglamentaria. Después se desprendió de su traje de campaña, vistiéndose con el uniforme de gala del Cuerpo de Marines.
-Va a ser una matanza pero no tengo opción, maldita sea. Cuando amanezca haremos historia. El ejército USA y yo nos convertiremos en asesinos legales de una vez por todas – masculló entre dientes, apurando de golpe un vaso colmado de tequila – Ya iba siendo hora de compartir responsabilidades.
-No creo que sea de todo punto necesario tirar a matar, general – le contesté mientras me servía una copa – Es una medida descabellada.
-Tú no eres militar, Pablo, y por lo tanto no puedes comprender mi situación. Las órdenes del Pentágono son tajantes y al tío Sam no le agradaría que fueran desobedecidas por un general pusilánime. No seré yo quien lo haga, por supuesto. Además, me importa todo una mierda.
En aquellos días, en mi calidad de corresponsal de guerra al servicio de la Associated Press International y por ende del ejército USA, tenía vía libre y acceso directo a los mandos militares que se encontraban de guarnición en San Diego.
Conocía a John Webster desde hacía aproximadamente un año y estaba al corriente de sus fobias racistas respecto a todo lo que no oliese a civilización occidental.
Años antes había pertenecido a los llamados “Comandos de Limpieza Étnica”, que proliferaron en Estados Unidos a raíz de los primeros atentados de Nueva York y Washington contra el Word Trade Center y el Pentágono en Septiembre de 2001.
Al año siguiente en San Louis, Missouri, Webster formó parte de un comando clandestino denominado Martes Negro, en recuerdo de la fecha y en memoria a los muertos habidos en la matanza neoyorquina entre los que se encontraban su joven esposa y su hijo de corta edad.
El entonces recientemente ascendido teniente del Cuerpo de Marines John Webster, vagó durante semanas como un poseso por la Zona Cero en busca de los cadáveres de los suyos, uniéndose al cuerpo de voluntarios que colaboraron con los bomberos y la policía en el rescate de posibles supervivientes de la tragedia.
Tras infructuosas jornadas de búsqueda y desescombro, Webster se dio por vencido.
Los cadáveres de Melissa y su hijo jamás fueron localizados. Se habían desintegrado a las 9,03 a.m. en el interior de la Torre Sur a la altura del piso 86, exactamente en la zona de impacto del segundo avión suicida.
Melissa había acudido a primera hora de la mañana a recoger su liquidación laboral en las oficinas del Departamento de Hacienda y Finanzas de Nueva York, lugar donde trabajaba como analista de sistemas informáticos.
El matrimonio había decidido tomarse unas cortas vacaciones antes de que John tuviera que reintegrarse a su destacamento en el Cuerpo de Marines de la Academia Naval en Annápolis.
Además Melissa se hallaba en avanzado estado de gestación esperando su segundo hijo que sabía iba a ser otro varón, con lo que las vacaciones se juntarían con el parto y el estreno de un nuevo hogar.
Aquel martes negro, John Webster se encontraba en las oficinas de Health Choice situadas en la planta 27 de la Torre Norte gestionando una nueva póliza de seguros para la casa que él y Melissa habían adquirido recientemente en Cape Saint Claire, urbanización cercana al complejo militar donde John prestaba sus servicios como oficial instructor de Marines.
Estaba leyendo las cláusulas de la nueva póliza cuando de repente creyó oír el rugir de un reactor. Sorprendido, alzó la vista dirigiendo su mirada hacia la ventana. Tan sólo le dio tiempo a percibir la panza gris de un avión que se dirigía en vuelo rasante directamente en línea recta hacia el edificio donde él se encontraba.
Seguidamente sintió que el edificio se estremecía; el temblor del gigante de hormigón y acero herido de muerte le sobresaltó.
Todo sucedió muy rápidamente. Sonaron las alarmas y el personal que se hallaba en la planta se precipitó con cierto orden hacia las salidas de emergencia. Nubes de polvo y humo invadían la escalera por donde descendían cientos de personas, ya no tan civilizadamente. La confusión era total, máxime por la gran cantidad de humo que impedía ver y respirar con claridad. Los empujones se sucedieron y el colapso se generalizó a la altura de la planta 14.
En aquellos instantes John pensó en su esposa y en su hijo que se encontraban en la Torre Sur. No habían transcurrido ni veinte minutos desde que los había dejado en el ascensor del aparcamiento subterráneo de las Torres Gemelas. Se sintió espoleado y sin prestar atención a las personas que se encontraban caídas por las escaleras, comenzó a saltar sobre sus cuerpos en un frenético descenso buscando la salida hacia la vía pública.
Alguien o algo le golpeó en la cabeza haciéndole perder el sentido, pero también alguien se lo cargó al hombro bajándole catorce plantas hasta la calle y depositándolo en una camilla. Cuando John Webster recobró el conocimiento en la sala del hospital de Greenwich Village de Manhattan, la Torre Sur ya no existía.
-Fue una masacre – murmuró en un susurro, con la mirada perdida en la línea fronteriza.
-Sí, es cierto. Aquel martes negro yo cumplí diez años, pero cuando recuerdo aquellos momentos vividos por televisión, no puedo evitar un escalofrío de pánico.
Webster continuaba mirando fijamente hacia el infinito.
-Fue el día que se inició la Era del Terror y mañana para mí comenzará la de la muerte. Deseo que toda esa mierda acabe de una vez por todas. Yo también tenía que haber muerto aquel maldito día.
El general llenó dos vasos de tequila hasta el borde. Le brillaban los ojos.
-Brindemos a la memoria de todos los muertos caídos en todas las malditas guerras habidas y por haber, mi joven amigo. Espero que algún día puedas contar la última contienda en un libro.
-No me agrada describir tragedias, general. Prefiero escribir sobre el espíritu del hombre.
-El hombre de nuestro siglo ha perdido su espíritu – cortó Webster, tajante – Tan sólo le importa salvar el pellejo, procrear y llenarse el estómago.
-El hambre es mala consejera, señor, y esa masa de gente que se encuentra atrapada en la frontera, tiene hambre desde hace muchas generaciones.
-Eso a mí no me concierne, amigo mío. Yo soy militar, no político. Es labor de los estadistas procurar el bienestar y la construcción de sus pueblos. La mía es simplemente la de destruir.
El general guardó silencio sin dejar de observar la línea divisoria a través del visor infrarrojo. A lo lejos podían distinguirse cientos de hogueras que iluminaban una negra y húmeda noche. Tras los límites fronterizos, el sector mejicano era una interminable ascua de luz que se extendía de izquierda a derecha hasta el infinito. Miles de personas aguardaban las primeras luces del alba para lanzarse al asalto del puesto fronterizo norteamericano.
-Correrá la sangre, amigo mío – suspiró Webster dejando su puesto de observación – Menos mal que tú no estarás aquí para verlo.
-¿Cómo dice? – pregunté extrañado – Estoy acreditado para cubrir informativamente todas las acciones del ejército USA en la frontera.
-Tu acreditación ha sido cancelada. Todos los periodistas seréis evacuados hacia San Diego y de allí a Nueva York. Órdenes directas del Pentágono.
-¿No podría usted hacer una excepción conmigo, general?
-Ni hablar de eso. Además, no será plato de buen gusto presenciar lo que se avecina para dentro de unas horas.
Webster llenó de nuevo los vasos y me ofreció un cigarrillo, Le temblaba el pulso mientras su mirada no se apartaba de la reluciente pistola depositada sobre la mesa. Cerrando los ojos, apuró de un trago el contenido del vaso. Después se levantó de la silla, estirándose el uniforme de gala.
-Como podrás comprobar me he vestido para la ocasión.
-Espero que no haga ninguna tontería – me atreví a comentar sin dejar de mirar de reojo el arma que se encontraba sobre la mesa.
Webster no contestó. Su mirada continuaba fija en el resplandor de las hogueras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
-Ya va siendo hora de que te largues – murmuró con un hilo de voz – Intenta describir con sinceridad todo lo que veas y oigas en los próximos días. Si lo haces, quizá puedas llegar a escribir un nuevo Apocalipsis.
-No estoy por la labor, general. Preferiría escribir sobre un nuevo Génesis para la humanidad.
-El ser humano ha dejado de serlo, Pablo. No habrá más oportunidades.
Webster me miró con ojos vidriosos y respiración agitada. Estaba a punto de derrumbarse emocionalmente a pesar de la proverbial entereza de que hacía gala en momentos difíciles y aquel lo era, sin duda.
-Buena suerte, hijo – era la primera vez que me llamaba así – Y si algún día te da por escribir un libro mencionando mi nombre y lo que suceda esta noche, procura ser imparcial al relatar mis actos.
El general descolgó el micrófono de la radio de campaña y cursó una orden. Al momento, una pareja de la policía militar se presentó en la entrada del remolque.
-Este periodista tiene prioridad absoluta de embarque en el primer vuelo con destino a New York. Vosotros dos le conduciréis inmediatamente al aeropuerto de la base militar de San Diego. Os hago responsables.
Cuando me despedí del general Webster, no le miré a los ojos.
Le estreché la mano con fuerza, sin dejar de observar su reluciente pistola reglamentaria que reposaba sobre la mesa de mapas, junto a una antigua fotografía en la que se veía a una sonriente y joven mujer en avanzado estado de gestación, llevando de la mano a un niño de corta edad.
Al cabo de cuarenta minutos me hallaba en el interior de un avión militar de transporte, completamente borracho y llorando como un imbécil. Después de doce horas de vuelo y antes de tomar tierra en el viejo aeropuerto J.F.K de New York, pude contemplar desde el aire la ciudad que un día fue calificada como la capital del mundo, en aquellas horas de la noche sumida en las sombras y sometida a toque de queda por motivos de seguridad.
En New York me detuve lo imprescindible. El tiempo justo para devolver mis credenciales de periodista en la Associated Press International, retirar en la Agencia Reuters la documentación que me acreditaba como nuevo corresponsal en Alemania, y salir disparado hacia el aeropuerto para tomar el primer vuelo con destino a Berlín, vía Madrid.
Mi paso por la redacción norteamericana me había dejado mal sabor de boca.
El no poder completar mi reportaje en San Diego debido a las órdenes emanadas desde el Pentágono, me tenía completamente desquiciado y profesionalmente me sentía defraudado.
El enmascaramiento por parte del gobierno estadounidense de las acciones llevadas a cabo por sus Fuerzas Armadas en la frontera con Méjico había sido total, aunque también era cierto que a la opinión pública le importaba todo una mierda.
El ciudadano medio norteamericano estaba al cabo de la calle de lo que ocurría puertas adentro de su país, e incluso aplaudía las decisiones más drásticas emanadas desde el despacho oval de la Casa Blanca.
Mientras sus fronteras se encontrasen selladas por el ejército USA y las principales ciudades sometidas a la ley marcial, los ciudadanos podían dormir tranquilos sin temor a despertar con un terrorista debajo de la cama, o ver su hábitat convertido en un campo de refugiados sudamericanos. Eso les complacía, a pesar que sus derechos y libertades habían sido parcialmente abolidos en pro de la seguridad nacional.
El taxista caribeño que me conducía hasta el aeropuerto, soltó un certero escupitajo por la ventanilla que fue a impactar en el orondo trasero de una viandante con rasgos aztecas.
-Que les den por el culo a todos los sudacas de mierda – dijo, regurgitando un nuevo proyectil – Que se larguen a su tierra todos los extranjeros y no quieran jodernos más de lo que ya lo estamos, carajo.
Permanecí en silencio dejando que el taxista se explayara a sus anchas. El pulso de las ciudades y de sus gentes siempre se ha palpado en los transportes públicos y los taxistas neoyorquinos indiscutiblemente, han sido casi siempre los portavoces de la opinión pública norteamericana.
El moreno elemento que conducía mi taxi camino del aeropuerto, no paraba de revolverse en su asiento y lanzar escupitajos por la ventanilla con más o menos acierto, sin dejar de hablar conmigo mirándome a través del retrovisor. Sin duda aquel viejo caribeño era una rata del asfalto con muchas horas de vuelo. Una buena fuente de información.
-Te digo, mano, que aquí en USA no pasará lo que os ocurre a vosotros en Europa con los inmigrantes – manifestó, tamborileando sus dedos sobre el volante – Ningún extranjero hijo de puta se comerá nuestro pan, eso seguro, y tampoco nos robará el trabajo, descuida.
-No veo cómo podrían hacerlo – comenté por lo bajo – Los que todavía no han sido eliminados se os pudren en campos de internamiento.
-¿Y eso te parece mal? Los terroristas en este país no tienen derecho a la vida, coño. Si en España hace unos años hubieseis hecho lo mismo, hoy en día no estaríais con el culo al aire, joder.
-¿Qué coño sabes tú de España y de lo que pasa en Europa?
-Pues lo que dice la radio y la televisión; que estáis jodidos con tanto inmigrante de mierda y que los Estados Unidos de Europa tienen los días contados, ni más ni menos. Eso aquí no pasará, tenlo por seguro.
-En Europa no masacramos a los inmigrantes.
-Todavía no, pero aguarda a que se os metan hasta la cocina y ya me dirás luego. Por otra parte, vuestra jodida democracia tampoco contempla la pena de muerte y no os cargáis a los terroristas. Así os luce el pelo. Los europeos no tenéis futuro como nación, carajo, os hace falta aprender de nosotros y aplicaros aquello de que, “el mejor terrorista es el terrorista muerto”.
Encendí un cigarrillo y guardé silencio. Aquella frase me la sabía de memoria desde que tenía uso de razón, pero en España como en el resto de Europa la pena de muerte se hallaba abolida desde hacía muchos años; por otra parte, estaba mal visto pronunciarse a su favor a pesar que en ciertos sectores de población europea, la restauración de la pena capital se estaba pidiendo a gritos y no sólo para delitos de terrorismo político.
Mientras escuchaba el incansable parloteo del taxista estaba muy lejos de imaginar que al cabo de algunos meses, los ciudadanos europeos seguirían el ejemplo norteamericano haciendo suya la frase y aplicando el castigo con el máximo rigor.
En la segunda década del siglo XXI, la creciente ola de terrorismo callejero propiciado en un ochenta por ciento por elementos extranjeros, fue el fulminante que hizo explotar la paciencia ciudadana y con ello la creación de patrullas de vigilancia civil en cada barrio de los principales núcleos de población.
El sistema operativo de dichos comandos variaba según países y poblaciones, pero en su saldo siempre aparecían cadáveres de extranjeros pasaportados mediante ejecuciones clandestinas.
París fue la primera ciudad en la que se formó un comando civil para ajustar cuentas con los terroristas y delincuentes del asfalto, y el río Sena el depositario de todos los ajusticiados sin distinción de nacionalidades. Por otra parte la Gendarmería francesa se limitaba a certificar las muertes, pero en modo alguno a perseguir a los ejecutores; al fin y al cabo, era trabajo que se ahorraba la propia policía y los tribunales de justicia.
Proliferó el ejemplo parisino y la creación de comandos civiles se extendió por toda Francia y el resto de Europa. Madrid y Barcelona fueron las puntas de lanza en territorio español y desde donde partían las órdenes de búsqueda y ejecución inmediata de elementos mafiosos, asesinos declarados o terroristas islamistas y también políticos.
Las llamadas “mafias ciudadanas” proliferaron en las grandes ciudades europeas mientras que los respectivos gobiernos no sabían cómo frenar la creciente ola de vendetta que arrasaba el continente europeo. A la sazón, Europa dejó de ser la cuna de la civilización para convertirse en la estirpe de la barbarie, dejando en pañales las razzias efectuadas por los comandos ciudadanos norteamericanos.
-Los europeos sois unos huevones, carajo
-Y vosotros unos hijos de la gran chingada, negro de mierda – le espeté, cerrando con estrépito la portezuela del taxi – Que te den por el culo, cabrón.
(Continuará)
LA INVASIÓN
Copyright © 2014 José Luís de Valero.
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Gran historia, me pareció bastante informativo, así como de entretenimiento. Gracias por compartir
ResponderEliminarBuenas noches desde España, estimada Cindy.
EliminarCelebro que te agrade esta historia y soy yo quien te da las gracias por seguirla desde Canadá
Recibe mi más cordial saludo.
Está muy interesante, José Luis, me gusta Solo decir que ante la barbarie no quedará otra que practicarla también. O ellos o nosotros, así de sencillo.
ResponderEliminarAgradezco tu lectura estimada amiga y también que te agrade la narración.
EliminarPero si la respuesta de Occidente ante una invasión del Islam es la propia barbarie, entonces será señal que nos pondríamos a su misma altura en cuanto a bajeza.
A esa tribu de bárbaros fanáticos se les tiene que derrotar anticipándonos a su invasión con inteligencia y una estrategia militar con un sólo ataque de efectos inmediatos, para evitar una guerra de desgaste. Que esa guerra, SÍ que nos conduciría a la barbarie.
Un abrazo, mi querida Xad Mar.